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Hijo de doctor, estudiaba medicina cuando se cruzó en su vida la militancia política y, muy propio de aquella generación, la música pop en su periodo más expansivo. A principios de los setenta, había dejado la casa familiar. Se independizó y montó un piso abierto a todos: le caracterizaba la hospitalidad. Se ganaba la vida en diferentes frentes: traducciones del alemán, radio en Onda 2, labores de promoción en la Compañía Fonográfica Española, reportajes en TVE, las emergentes revistas musicales.
Entró en El País como periodista y crítico de música pop, inicialmente compartiendo territorio con Moncho Alpuente. Costa advirtió lo excepcional del momento: triunfaban los cantautores pero el rock autóctono surgía de las catacumbas y se regularizaban las visitas de figuras internacionales. El periódico consideraba que la música pop era una de sus señas de identidad y tomó la decisión de incluirla en sus páginas de Cultura (en otros medios, estaba vetada o arrinconada en secciones más frívolas).
Costa apostó por lo que en 1979 se llamaba nueva ola y que ha pasado a la historia como la movida. En contra de lo que ahora se afirma, aquel fenómeno se encontró con enormes resistencias –por ejemplo, el PSOE apostaba por el rock urbano, a cuyo alrededor detectaba un caladero de votos- y tardó cuatro años en ser comercialmente viable. El apoyo del periódico resultó esencial para su consolidación y la aparición de movimientos similares en otras ciudades del país. A partir de 1983, Costa también funcionó como subdirector de La Luna de Madrid, el anárquico órgano intelectual de la movida.
También puso en marcha Radio El País, cuya programación alternaba tramos de música sin presentaciones con espacios rompedores que luego se prolongarían en otras emisoras.
Después, inició un peregrinaje que le reveló como un periodista todoterreno. Tras colaborar en las páginas de Cultura en Diario 16 y ABC, en los noventa aceptó la responsabilidad de convertirse en corresponsal de ABC en Berlín, donde cubrió la reunificación de las dos Alemanias y (una experiencia aún más transformadora) la emergencia del techno berlinés.
Hacía 1998, se trasladó a Londres, obligado a seguir el proceso de extradición de Augusto Pinochet. Publicó literalmente centenares de textos sobre aquel enmarañado caso; el ritmo de las noticias era tal que abandonó su piso de corresponsal para instalarse en un hotel situado junto al juzgado de Bow Street donde se decidía el destino del antiguo dictador chileno.
A la vuelta a España, se involucró en Público, donde llevó la sección de Culturas hasta que se encontró con un conflicto estético. Interesaban poco las nuevas tendencias: la dirección apostaba por publicitar el star system español. Según explicaba, sin perder el humor, a la quinta vez que le obligaron a preparar una página doble sobre Javier Bardem, sin mucha justificación informativa, dimitió.
Ya como freelancer, José Manuel Costa se implicó en el arte y en la música de vanguardia, ejerciendo como crítico, conferenciante, comisario de exposiciones e incluso DJ. Pero, ay, la crisis económica asfixió sus iniciativas más queridas. Otros se habrían hundido anímicamente pero Costa era un optimista, un curioso vocacional, un comunicador incansable. En los últimos años, intentó ampliar las fronteras sonoras de Radio Clásica con Vía Límite y terminó en Radio 3 Extra, con Retromanía. Hacía igualmente crítica de arte en eldiario.es.
[Fuente: elpais.com -Enlace original-]
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