3 sept 2012

"El cruel ocaso de Bernardo Bonezzi" (por Diego A. Manrique)

En mis recuerdos, tengo identificado a Bernardo Bonezzi con el puro inicio de la nueva ola (en lenguaje vulgar, la movida). A finales de 1979, acababa de instalarme en el centro de Madrid; un nuevo vecino, Antonio Gastón, inauguraba El Sol, fastuoso local donde debutaba un grupo llamado los Zombies. Nada que ver con la banda de Rod Argent y Chris White: los Zombies madrileños estaban encabezados por, oíamos maravillados, un quinceañero de origen italiano. Eran tan precoces que parecía que ni siquiera pasaron por la etapa de las maquetas. Pero sí, estuvieron en el radar de Polydor hasta que Bernardo dio un golpe de mano y cambió de personal. Los nuevos Zombies grabaron inmediatamente para RCA; en pocos meses, su Groenlandia sonaba hasta en las radio fórmulas.

La crónica de la movida ha sido tan manipulada que se han olvidado detalles históricamente tan significativos como que la mayor parte de los grupos lanzados en 1980 se estrellaron comercialmente; el país estaba poco preparado para tantas audacias. Groenlandia fue una de las raras excepciones. Encajaba con la voluntad cosmopolita de aquella insurgencia cultural; hasta se susurraba que la música derivaba de un spot de la televisión italiana (el título original del tema era Megaciclos) Bernardo ejercía de enfant terrible en una banda abundante en personajes carismáticos, como Álex de la Nuez o la seductora Tessa.

Eran tan modernos como los Pegamoides o los primeros Radio Futura. Pero mandaba la fuerza centrífuga de Bernardo, que disolvió finalmente el grupo tras dos elepés. Para entonces, ya era un MVP, un most valued player; ayudó a dar definición musical al delirio de Almodóvar & McNamara. En la famosa taxonomía de la nueva ola, “están los que se tiñen el pelo y los que no”, Bernardo se apuntó a los primeros, más visibles y –se supone- más divertidos.

Y encontró un hueco en otra multinacional, CBS, donde creían que el pop se prefabricaba y quedaba más mono con capas de estética gay. Entre los vapores cabezones del movimiento de los Nuevos Románticos, se montó Bonezzi-St. Louis, sofisticado dúo con vocalista negra y estadounidense. Paloma Chamorro, que pastoreaba el clan de los pelos oxigenados, tiró la casa por la ventana y le dedicó toda una Edad de Oro. Un regalo envenenado: tan exagerado resultó el hype, tan inseguro el artista, que aquello terminó allí mismo. Finito. The end.

El punto neurótico de Bonezzi le alejaba de las batallas cotidianas del pop: la búsqueda de temas comerciales, los pactos con las emisoras, los bolos en los pueblos. Pero sus amplios recursos, su visión musical, su entusiasmo por el cine le permitieron reciclarse en compositor de bandas sonoras. Años de vino y rosas, aunque creí detectar que Bernardo se aislaba socialmente: le veías de vez en cuando en algún concierto o presentación pero ya formaba banda aparte.

Hasta que, a principios de siglo, dejó de divertirle ese oficio. Encontró, aseguraba, demasiada ingratitud en el mundo del cine; consideró como una humillación que Almodóvar le reemplazara a la hora de hacer los scores (algo, por cierto, perfectamente normal en ese negocio). Retomó la idea del artista solista, aunque empezó lanzando, a través de Karonte, discos instrumentales de escaso espectro comercial.

Estuve cerca cuando decidió volver a cantar y ¡pisar los escenarios!. Me refiero a La esencia de la ciencia, ese disco que no existe para tantos redactores de necrológicas (no aparecía ayer en la Wikipedia, ay). Cuando lo escuché, todavía inédito, me quedé horrorizado: por decirlo suavemente, no estaba bien mezclado ni adecuadamente cantado. El síndrome de Juan Palomo: solo en su casa-estudio de la calle Princesa, Bernardo carecía de objetividad para juzgar lo que estaba haciendo. Las discográficas, grandes o pequeñas, no querían saber nada.

No suelo atreverme a ejercer de consejero agorero, nadie te lo agradece, pero le escribí avisándole; necesitaba que lo revisara un ingeniero experto en mezclas, con oídos frescos y profesionales. En contra de lo previsible, aceptó las críticas y rectificó. Además, se lanzó de cabeza al proyecto. Hizo promoción, con entrevistas que le mostraban agudo y culto. Organizó una sólida banda techno-funk para el directo, fabricó merchandising (y varios miles de discos: era una autoedición), se pagó videos, se buscó un manager, montó una gira.

Adicto a las redes sociales, con sus miles de “amigos”, creía que ahí afuera había un considerable público esperándole. Un espejismo. Las actuaciones fueron pinchazos, aunque luego buscáramos excusas apresuradas: “claro, coincidía con el partido-del-siglo”. Como Carlos Berlanga, bebía demasiado; una caída desdichado le permitió anular dignamente algunos bolos que se preveían desastrosos. Pero no renunció a presentarse en Madrid, Sala Caracol.

Allí acudimos muchos supervivientes de la nueva ola, aunque con ausencias curiosas. A cambio, algunos también se trajeron a sus hijos, que no entendían mucho aquella propuesta. Recuerdo el rechazo horrorizado de unas adolescentes ante la aparición de una Tessa desatada, inevitablemente embriagada por los focos. Y la mirada resignada de Bernardo, aguantando que se le quitara protagonismo en lo que pretendía fuera su reivindicación como creador pop: las televisiones se cebaron en ese momento.

El fracaso, ya se sabe, no tiene padres. Juan, su compañero, intentó evitar su descenso a la depresión, el enrocarse en nadie-me-quiere. Bonezzi se retiró a lamerse sus heridas. A intentar recuperar algo de la inversión: “si compras La esencia de la ciencia, te lo envio autografiado”. Su último mensaje en Facebook decía “I’m fading to black”. Me estoy desvaneciendo a negro.

Y ahora, las lágrimas de los cocodrilos. Esos capos del indie, que hace unos meses no le devolvían las llamadas, hoy planeando homenajes al "gran Bonezzi". Y no, en Sony no tienen planes para reeditar sus primeros discos. Hacen bien: siempre saldría un idiota, en blog o en papel, acusando a la malvada multinacional de explotar a los muertos. El problema es que Bernardo QUERÍA ser explotado, pretendía remezclar sus grabaciones con Zombies y St. Louis, insistía en destacar lo ambicioso de sus propuestas. Pero estamos en España, la más cruel de las madrastras. Aquí, ni siquiera matamos a los artistas: preferimos dejar que se mueran. Solos, despreciados, olvidados.


[Fuente: Diego A. Manrique, para blogs.elpais.com]

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