No debía ser nada fácil en la España de mediados de los 70 saltarse la norma imperante basada en el pachangueo, “la canción del verano” y los cantantes melódicos (lamentables, en muchos casos) que imponían los (dirigidos) gustos musicales de la época, el precio de ser “diferente” era un ejercicio de alto riesgo que, en el mejor de los casos, se topaba con la censura de las cuchillas de la guillotina y, en el peor, con la inclusión en la lista negra, con todo lo que conllevaba, de artista díscolo con un régimen que no dejaba nada al azar con tal de no permitir el desbarre de tintes libertarios y libertinos.
Tampoco este país, a diferencia de los gremios angloamericanos, ha sido muy pródigo en supergrupos, no sé si será achacable a
la peculiar valoración hispana del ego o a razones más banales, lo cierto es que se podrían contar los dedos de una mano los grupos que han tenido entre sus componentes más de dos miembros con el aura de la genialidad.
El origen de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán (no está muy claro si denominarlo con los nombres de los componentes fue una imposición de la compañía discográfica o una decisión salomónica producto de las divergencias marca de la casa) hay que remitirlo a Solera, grupo altamente recomendable y revisable de efímera existencia, que logró de una razonable popularidad gracias a dos magníficos temas “Linda prima” y “Calles del viejo París” que ya vulneraban el predominio hortera de entonces. En él, además de los hermanos José y Manuel Martín, otros magníficos autores de canciones nunca suficientemente valorados, militaban Rodrigo y José Mari Guzmán, solventes instrumentistas (Rodrigo llegó a tocar la guitarra un tiempo nada menos que con Los Pekenikes) y sobre todo unos excelentes orfebres de la composición, más poético e introspectivo Rodrigo y de espíritu más pop Guzmán.
Para completar el combo, reclutaron a otras dos magníficas voces, Adolfo Rodriguez, cantante que fue de Los Iberos, uno de los mejores grupos beat que ha dado este país y que había colocado en las listas de éxitos temas como “Las tres de la noche” y “Summertime girl” y Juan Cánovas, poseedor de una voz rota y desgarrada que endulzaba los oídos y que había sido batería de los Módulos poco antes de su disolución.
Estos mimbres, junto a la producción del insigne Rafael Trabucchelli, todo un mago en el arte de los arreglos orquestales, dieron lugar al cesto denominado “Señora azul”, un disco mágico, sorprendente, muy adelantado a su época donde la (inmensa) calidad de las composiciones coquetea con unas armonías vocales que, aún en nuestros días, no han sido superadas en el panorama nacional.
Las 11 canciones que lo componen tienen entidad por si solas gracias a la calidad de las letras que abarcan desde la ironía más mordaz (“Don Samuel Jazmín”; “Supremo director”; la extraordinaria “El vividor”), el amor desde la perspectiva lírica (“Si pudieras ver”), el desamor (“Nuestro problema”) o la inocencia naif de vertiente pop (“Buscando una solución”, “El río”, “Carrusel”). Mención especial merecen tres canciones, curiosamente las tres de Rodrigo, que por su extrema calidad y su representatividad sobresalen (cosa harto difícil) al resto: “María y Amaranta”, tema que narra con exquisitez una relación lésbica y al que éste colectivo debería erigirle un monumento, “Sólo pienso en ti” acaso la más bella canción de amor escrita en castellano que ha sido objeto de múltiples versiones y principal responsable de que el disco no haya quedado totalmente relegado a la oscuridad y la brutal “Señora azul”, que da título al álbum y que constituye una velada (o no tanto) crítica al amarillismo de la prensa, colectivo al que el grupo nunca profeso mucha simpatía y en la que las voces a pachas de Guzmán y Cánovas alcanzan límites de suntuosidad.
Incomprensiblemente, la compañía, la ínclita Hispavox especialista en dar bandazos incontrolados y ciegos, no les presta el apoyo promocional debido y tan solo algunos programas y revistas especializados de la época (me viene a la mente el siempre recordado “Para vosotros jóvenes” que ejecutaban, entre otros, Carlos Tena y Gonzalo García-Pelayo) dan seguimiento al disco que, como no podía ser de otra manera, pasa desapercibido y el grupo, presa además de graves desavenencias internas, tira la toalla hasta su poco afortunado regreso diez años más tarde de la publicación de este.
Pero, a veces, las digestiones tardan más tiempo del debido en hacerse, el boca a boca del denominado movimiento progre, conscientes de que tenían entre manos una obra maestra, se encarga de sacar lentamente del calificativo “de culto” al disco, se hacen copias en cassette a cientos, empiezan a buscarse copias del mismo, a precios desorbitados, en las tiendas de segunda mano y lo que antes fue indiferencia ahora se convierte en fervor hasta el punto de que la discográfica, consciente del error de bulto que había cometido, lo reedita en 1.980, seis años más tarde de su publicación. Cosas que pasan en este país.
No me voy a andar por las ramas, para finalizar, con la valoración del disco, el problema es que ahondar en calificativos ya mencionados en el texto, sería caer en la redundancia, por tanto me requiero brevedad a mi mismo para resumir que se trata de un disco tan inusual como magnífico, el mejor, junto al primero de Vainica Doble y al “Ciclos” de los Canarios, que se hizo en España en una década oscura y simpar como fueron los 70 y entre los 10 mejores de todos los tiempos.
[Redacción Nuevaola80. Aurelio Sánchez]
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