Foto: Bernardo Ballester |
Azucena (a secas, así era su nombre artístico, en su época en solitario Azuzena) era lesbiana y no lo ocultaba en unos años, inicio de la década de los ochenta, en los que ninguna cantante (ni casi nadie con presencia pública) lo reconocía. Azucena era mujer en un terreno testosterónico. Azucena no era heavy de pura cepa: le gustaba tanto Rocío Jurado como Judas Priest. Azucena no se dejaba dirigir ni manipular. Y cuentan que era noble en un ecosistema habitado por tiburones. Murió en 2005 con 49 años. Llevaba retirada más de una década, asqueada con el trato que le dio la industria musical. En sus últimos años regentó un chiringuito de rock en Alicante. Le iba bien. Hasta que la ley de costas lo clausuró. Poco tiempo después falleció en su casa de forma súbita.
La emblemática cantante es una de las protagonistas del disco (ya a la venta) y el documental Ellas son eléctricas (previsto para diciembre), un proyecto de los investigadores del patrimonio musical español Leo Cebrián y Paco Manjón que pone el foco sobre un colectivo al que se le negó protagonismo: las mujeres que, entre 1982 y 1991, decidieron hacer rock duro en España. Al lector no metido en el género le asaltará la pregunta: ¿Existieron féminas en el rock español en aquella época? “Sí, claro que existieron. Lo que pasa es que ninguna trascendió porque era un mundo de hombres y además el establishment rechazó al heavy por prejuicios. Azucena fue la primera mujer estrella del rock español. Era una artista suprema”, señala Manjón.
Para conocer la pasta de la que estaba hecha esta artista es necesario acudir a locales como El Molino Rojo, en Barcelona, donde actuaba como vedette su madre, Conchita Loren. “Me llevaba a Azucena a todos los lados, aunque eso al principio no le hacía gracia. Pero es que no tenía con quién dejarla. Un día, en un teatro, me puse enferma y ella se ofreció a salir. Ni siquiera sabía que le gustara. Tenía solo cuatro años. La gente se volvió loca con su forma de cantar por Manolo Caracol”, cuenta la madre en el documental, hoy con 83 años. Ese fue el caldo de cultivo de la cantante. Acompañando a sus padres (él era guitarrista) en un coche sin calefacción por pueblos para ofrecer espectáculos musicales y de humor con su punto picante. Eran los años sesenta en España. Se ha rescatado una grabación suya en El Molino Rojo donde despliega su magnetismo, ya con 17 años.
Podría haber seguido potenciando ese trabajo junto a sus padres, pero se independizó. Viajó de Barcelona a Madrid, donde había nacido en 1955. Trabajó en el teatro y poniendo voz a algunos anuncios. Telefoneaba a espacios de música dura en la radio y cantaba temas de Janis Joplin. En los locales de ensayo de Tablada 25 entró en contacto con la escena musical madrileña. Montó un grupo llamado Huracán. Dos miembros de Obús (banda ya asentada a mediados de los ochenta), el bajista Juan Luis Serrano y el batería Fernando Sánchez, en busca de grupo nuevo al que apadrinar, los vieron. Solo les gustó ella y la convencieron para que les dejara con la promesa “de formar una banda con grandes músicos de rock”. El elegido fue Jero Ramiro, un excelente guitarrista que ya tenía bastante nombre. “En el escenario era una artista como no he encontrado otra igual. Arrasaba”, cuenta Ramiro, que sigue en activo con la banda Saratoga y dando clases de guitarra.
El grupo se llamó Santa. El primer disco, Reencarnación (1984), fue un éxito. Cuando salieron a la carretera comenzaron las fricciones. “Ahí empezó una lucha entre Jero y ella. Yo me posicioné con Jero. Fui un imbécil. En realidad, ella no se fue: le indicamos la puerta de salida”, señala Ballester. No está de acuerdo Jero Ramiro: “Azucena era una persona fuerte en el escenario, pero muy influenciable cuando estaba fuera. Es verdad que tuvimos divergencias. Ella tenía una mánager personal. Viajaban aparte. Cuando tocábamos en una ciudad buscaban un hotel o alquilaban una habitación para maquillarla y vestirla. Eran tiempos duros para el heavy. No teníamos ni camerinos. Había que adaptarse, pero Azucena venía del mundo de la revista y quería sus pequeños lujos. A ella la convencieron para dejar el grupo y lanzarla en solitario”. Ballester recuerda episodios tensos: “Subíamos el volumen de los instrumentos para que ella forzara la voz. Jero y Azucena luchaban a empujones por estar en el centro del escenario. Cuando íbamos a entrevistas querían hablar solo con ella, claro, porque era la estrella. Pero lo evitábamos. Sí, quizá Azucena no sabía el nombre del bajista de Judas Priest, pero en directo era más heavy que ninguno”.
El segundo álbum de Santa, No hay piedad para los condenados (1985), solo vendió 7.000 ejemplares frente a los 20.000 del primero. La cantante abandonó para lanzarse en solitario. Suavizó su estilo presionada por la discográfica con el objetivo de entrar en el mercado comercial. Pero sus dos trabajos en solitario (La estrella del rock, 1988, y Liberación, 1989) pasaron desapercibidos. Santa, por su parte, descarriló con una nueva vocalista, la argentina Leonor Marchesi. "Coincidieron dos cosas: mi salida de Chapa Discos [la discográfica, casa del rock español] y la llegada del PSOE al poder, que se olvidó de nosotros para apoyar a la movida. Esto hundió al rock duro. Los grupos se quedaron huérfanos a mediados de los ochenta. Recuerdo que Manuel Martínez, de Medina Azahara, tuvo que volver a la albañilería. Una pena, porque Azucena fue la gran dama del heavy español. Una luchadora, con una capacidad de transmisión increíble. Pero se quedó frustrada con el sistema. Acabó poniendo copas”, cuenta Vicente Mariskal Romero, fundador de Chapa Discos.
Con su nueva propuesta musical la cantante recibió la indiferencia de los dos sectores: los heavies no aceptaron que se suavizara y los medios comerciales la veían demasiado rockera. Ballester tocó la batería en un concierto con una Azucena en horas bajas, en 1991: “Apenas pudo acabar. Estaba fuera de forma. Allí ya nos dijo: 'Chicos, vamos a dejarlo por un tiempo”. Ballester le pidió disculpas por el trato que le había dado en Santa: “Ella era muy buena gente: ‘No te preocupes, Bernardo, todo está olvidado’, me decía”.
A principios de los noventa montó un pub en Lavapiés (Madrid), El Infierno. Al poco lo cerró y se marchó a Alicante para inaugurar un chiringuito a escasos 20 metros del mar, en la Playa del Cocó. Salvador Domínguez, guitarrista y biógrafo del rock español, frecuentó el bar, cuando se trasladó a vivir a Alicante: “El local iba como un cañón. Se cerraba de madrugada y siempre estaba lleno. Ella era encantadora, una persona íntegra. Se la veía feliz en su chiringuito”. José María Esteban, periodista y mánager de músicos, mantuvo el contacto con ella cuando dejó la música. “Tuvimos muchas conversaciones mientras estaba en el chiringuito. Se mostraba desengañada. Nunca criticaba a nadie en concreto, decía que la había utilizado la industria musical, el sistema, que no la habían dejado desarrollar una carrera. Echaba mucho de menos el escenario”, señala Esteban. A principios de los 2000 la cantante recibió otro golpe: su exitoso chiringuito se clausura atendiendo a la ley de costas, que acabó con muchos locales a pie de playa.
“Meses después de cerrar me encontré con ella en un club alicantino, Clan Cabaret. La vi bien, feliz. Quería que le enviase algunas fotos que le había hecho”, señala Esteban. Azucena regresa a su ciudad, Madrid, para hacer un último intento de relanzar su carrera musical. En 2004 el programa de Mariano García, Disco-Cross, emite un mensaje de ella: “Hola, soy Azucena. Espero que os acordéis de mí. Dentro de poco tendréis noticias mías”. Meses después, el 31 de enero de 2005, la tragedia: Azucena murió de forma repentina, recostada en el sofá de su casa de Madrid, debido a un edema pulmonar agudo. Estaba sola. Tenía 49 años.
[Fuente: Carlos Marco para el pais.es -Enlace original-]
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