“Todo pintor se pinta a sí mismo” asegura un antiguo proverbio que a los modernos nos pilla confesados. “El artista pone su cuerpo”, remataba Paul Valéry; su cuerpo y la vida que lo anima, para decir que la obra de un artista constituye, al fin y al cabo, un registro de su vida. La palabra autobiografía se queda corta para lo que es un autorretrato expandido. Y eso es Ceesepe. Automoribundia, diría él, guiñándole un ojo a Ramón Gómez de la Serna y uno de sus textos preferidos, donde hablaba de la conciencia de vivir y de morir. De luchar entre la nada y el algo. Ceesepe, al morir, ha dejado más que algo.
Ese era solo uno de los muchos personajes que acumula el nombre de Carlos Sánchez Pérez (Madrid, 1958-2018), el más conocido, el acrónimo y el artista, pero había muchos más. Estaba el tímido, el lacónico, el que hablaba sin mediar palabra. El niño cohibido. Ese tipo de humor negro que no dejaba indiferente. El altruista absoluto y el irreflexivo. El independiente y el indomable. El creador que siempre reivindicó el oficio por encima del discurso, un amor por lo artesano que le venía de lejos y de casa: su padre y abuelos eran carpinteros y su hermano mayor tiró por el dibujo. Aunque a él lo de Bellas Artes le duró poco. Probó un mes y cambió de foco.
El mundo que se encontró fue el underground desde que llegó a Barcelona siendo adolescente, con ganas de darle la vuelta a los desamores culturales. Lo hizo dibujando cómic junto a otros autores como Nazario, con quien recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2011. Pronto se sumó Mariscal, con quien fundaron el grupo Rrollo, al que se uniría más tarde Max. Juntos editaban y publicaban fanzines para hablar de contracultura. También lo hizo en Madrid, trazando puentes entre ambas ciudades, con Alberto García-Alix, El Hortelano y Ouka Leele y la Cascorro Factory. Aquella primera publicación de la Movida (La Luna de Madrid y Madrid Me Mata llegarían años después, ya entrados los ochenta), era un fanzine a la manera de los tebeos estadounidenses donde el primero editaba sus cómics basados en las fotos del segundo, y que ellos vendían en el Rastro. Desde esos ochenta, su nombre invoca toda una época, aunque nunca le gustara sentirse parte de ese saco. Lo suyo era otra cosa. Por eso abandonó el cómic para centrarse en la pintura, sin dejar de hacer los carteles de dos de las películas más importantes de Almodóvar: 'Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón' (1980) y 'La ley del deseo' (1987). Tanteó con la escritura, las portadas de discos, la televisión y la dirección de cortos. El día que muera Bombita, que hizo junto a García-Alix, es una joya premonitoria.
Aunque por aquellos años noventa, Ceesepe había decidido volcarse en su carrera como artista y la suerte le acompañó hasta en la edición de Arco de 1984, cuando se convirtió en el artista que vendió más obra. Su estilo era raro y era único. Sus cuadros tienen mucho de manual clásico de pintura. Desde siempre, solía decir, cerraba los ojos y visualizaba algo. Lo que fuera. Luego lo dibujaba lo mejor que podía. Siempre trabajando así, con cabezonería, en el difícil arte de mentir, como tituló alguna de sus exposiciones. La próxima, y póstuma, llegará a La Casa Encendida en junio de 2019, con mucha de la producción de los setenta y ochenta que atesora el Archivo Lafuente. Aunque antes dejó en su viaje curricular algunas paradas estelares, como su paso por la mítica galería Buades y por esas otras menos populares, como Cave Canem en Sevilla o Espacio Valverde en Madrid, las que apuestan por el pulso de la diferencia. Nadie es perfecto plantó en un título de 1995. Hacía gala de ello hasta en el filo de la ironía que le acompañó hasta el último momento. Hasta ayer, que fallecía tras largo tiempo enfermo. Kiko Veneno, otro amigo fiel al tiempo, cantará hoy eso de "te echo de menos". Seguro.
[Fuente: elpais.com -Enlace original-]
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