Estábamos equivocados. Tras años de sufrir la hostilidad municipal y la indiferencia ministerial, uno desearía que la música pop hubiera aprovechado aquellos días de vino y rosas para establecer algún tipo de vínculo oficial. Hay una deuda por pagar: la última vez que se habló positivamente –y a escala global– de Madrid fue durante la década de la movida.
Ya, ya: todos los que leemos esto nos sentimos saturados de movida. Pero algo tendrá el agua cuando la bendicen: el tema sigue coleando. Esa fue mi primera reacción ante Guía del Madrid de la Movida, un sólido tomo publicado por una editorial especializada, Anaya Touring. Con una barbaridad de fotos, mapas, memorabilia, testimonios.
En comparación con anteriores libros panorámicos sobre el asunto, Guía del Madrid de la Movida ofrece una visión desprejuiciada de la multiplicidad sonora de la capital. No se ignora al rock urbano o a los cantautores; se cubren los lugares donde se incubaba el nuevo flamenco (pero apenas se menciona la rumba barrial). Que no se altere nadie: sobre muchas páginas flota la presencia del rey y la reina, Pedro Almodóvar y Alaska. Al final del libro, cada uno de ellos expone su particular Ruta de la Movida y eso explica que se cuele el restaurante cubano Zara.
Ahora que prosperan tantos negacionistas de la movida, urge establecer la geografía de aquel fenómeno, para recordar su variedad social y el dato de que no fue producto de las subvenciones (de hecho, impresionan los abundantes conflictos –frecuentemente fatales– con el Ayuntamiento). Está la célebre invitación de Tierno Galván a “colocarse”, cuando una mínima familiaridad con la jerga del momento revela que estaba destinado a los rockeros de extrarradio, donde el PSOE situaba un potencial caladero de votos.
Los autores, Patricia Godes y Jesús Ordovás, dividen la ciudad en 11 capítulos y entran a saco. Localizan los bares, las galerías de arte, los antros nocturnos, los grandes recintos, los vendedores de discos, los medios de comunicación, pero también los locales de ensayo, los estudios de grabación, las tiendas de instrumentos y hasta algunos lutieres. A veces, la búsqueda parece obedecer a impulsos maniáticos: hay una entrada para un establecimiento de Carabanchel, cuyo nombre se desconoce, donde “Manolo Campoamor encontró unas chaquetas de cuerette forradas de imitación de borrego” que, convenientemente tuneadas, fueron “imprescindibles para la imagen punk de Kaka de Luxe”.
Al otro extremo, cualquier superviviente correrá a señalar las ausencias que haya detectado. Las mías podrían ser el Teatro Martín, escenario de conciertos significativos en época de sequía, o la Cervecería Grossmain, que funcionaba como antesala de la emisora Onda 2 FM; su posterior mitificación nos hace olvidar que Onda 2 realmente se limitaba a un diminuto estudio en la planta de Radio España. El negocio de la hostelería es inabarcable, aunque uno haría un hueco para el enloquecido Nairobi Club, gestionado por Rossy de Palma y demás mallorquines de Peor Impossible.
Tranquilos: cualquier olvido se minimiza ante la avalancha de información. Con buen tino, Godes y Ordovás reconocen que la movida tuvo como levadura al underground de los setenta y no ignoran sus discretas conexiones con la bohemia bien y la farándula del cine y el teatro. Los movidos, sin embargo, no aprendieron las mañas de esos colectivos del teatro y el cine para hacerse escuchar. Y respetar.
[Fuente: Diego A. Manrique para elpais.es -Enlace original-]
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