Suena raro decir que Torres Blancas albergaba el eco de la Movida madrileña. Pero, sin quererlo y con algún que otro cabreo, cada noche vibraban con la fuerza de la libertad y la liberación (que no son lo mismo) por el sonido que estallaba en la acera de enfrente. El Rock-Ola abrió sus puertas en 1981 y durante sus cuatro años de vida se convirtió en el centro neurálgico del más conocido de los movimientos culturales de la capital.
Crestas, pantalones rotos, miradas amplias, ojos rojos y estómagos castigados paseaban fieles día tras día por aquel garito que albergó a lo más grande la música de los 80. No sólo Alaska y Dinarama; Iggy Pop, Depeche Mode y muchos más artistas internacionales se dejaron gritar a pulmón abierto por los jóvenes que celebraban la renovación cultural como si se fuesen a morir al día siguiente.
Pero, no son los grandes grupos los protagonistas de esta historia, no son ellos el verdadero espíritu de los 80 y Miguel Trillo (Cádiz, 1953) siempre lo ha tenido claro. La fauna que pasaba las madrugadas dejándose la piel en la sala Rock-Ola se convirtió en el centro de la obra del fotógrafo durante varios años y ahora vuelve inmortalizada en una exposición que personifica el movimiento en rostros anónimos.
'Retratos en Rock-Ola' reúne a muchos de estos adeptos en la sala Madrid Me Mata del barrio de Malasaña (Corredera Alta de San Pablo, 31). Luces bajas, pelos altos, cuero troceado, una juventud insultante y alguna que otra cara agachada reflejan una época de la que todos sus miembros se sienten orgullosos, y que Trillo fotografía de 1981 a 1984.
«Decidimos sacarlas a la luz al ser su 35 aniversario -empezó siendo Marquee en 1980 para un año más tarde convertirse en Rock-Ola- y hacer un tema monográfico, un homenaje a lo que fue el auge de la nueva ola», comenta Trillo, para el que el mundo de la noche pasó de ser algo mal visto a reunir la buena vida y la mala calle (música underground). Consiguieron dar luz a la música sin colores, «pasamos de esa comercial que nos vendían, de que todo era maravilloso, a una música más realista. No tenía nada que ver con la industria, venía de la new wave londinense y neoyorquina».
Para Trillo, Madrid se convirtió en una fuente que expulsaba talento. «Un manantial que había sido taponado por la censura», añade. Pero, ¿por qué le da más importancia al público que a las estrellas? «Fueron ellos, los que iban a verles, los que les impulsaron. Muchos grupos como Nacha Pop, Radio Futura o Alaska y Dinarama ya eran conocidísimos antes de que un sello discográfico apostara por su música».
Trillo resalta los primeros años de los 80 porque, para él, es donde se alojó el verdadero espíritu. «En el 85, por el décimo aniversario de la muerte de Franco, vinieron periodistas de todo el mundo a fotografiar a estos representantes del cambio cultural. Al final, nos hemos quedado con la imagen de Almodóvar con peluca y de Rossy de Palma, que no llegó hasta el 84 cuando todo esto ya estaba de capa caída».
La muestra combina el color con el blanco y negro. Aunque Miguel prefería lo primero, en aquella época utilizar esa técnica era de fotero de segunda. «Te decían que si no revelabas tus propias fotos no eras un verdadero fotógrafo. Yo siempre lo tuve claro, la new wave era en color y así lo mostré en las dos exposiciones que realicé durante los 80». Ahora, combina ambas y utiliza las dos plantas del Madrid Me Mata para alzar al público en la primera. «Al final me quedo con la gente, con ese espíritu abierto. Esa convivencia. Había éticas y estéticas muy distintas, todas disfrutando bajo el mismo techo».
[Fuente: Loreto Sánchez, elmundo.es -Enlace original-]
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