13 jun 2011
Muere Rockberto, líder de los míticos Tabletom
Era de la misma estirpe de los corsarios que vivieron sin poner fronteras a todo lo que podía entrar o salir de su cuerpo. Roberto González, Rockberto, fue el alma ácrata y dulcemente incómoda de una ciudad donde el anarquismo la chispa genialoide y la indolencia se encuentran en la base misma de su ADN. Murió a las 4 de la madrugada de hoy domingo, 12 de julo, tras cerca de tres semanas en la UVI del Hospital Clínico de Málaga. Murió de decir basta, por su mala salud de hierro, por su tendencia inquebrantable de seguir su camino de losetas amarillas de bajada, porque ya no había forma de que el coche arrancara una vez más.
Cantante de voz de graja y perfil de chamán de Tolkien, contrahecho y chulo como un ocho, Roberto fue cofundador junto con los hermanos Perico y Pepillo Ramírez –guitarra y vientos del grupo– de uno de los grupos más genuinos de rock que el Sur español haya creado nunca: Tabletom. Tabletom fue fundado a finales de los años 70, al socaire del espíritu libertario y underground que había surgido en otras plazas andaluzas, Sevilla sobre todo –con sus Smash, Silvio y, posteriormente, Veneno–, y en Cataluña. El grupo se sustentaba en el carisma poco justificable de Roberto, cuyo innegable espíritu rockero contrastaba con la fragilidad de su voz de lija que fue destrozando paulatinamente en potencia como fue cultivando en matices de agonía. Tabletom siempre tuvo una existencia tan errática como inquebrantable, inoxidable, era el adjetivo favorito del grupo y de Roberto.
La anarquía de su gestión musical y comercial hizo que no se conociera y se apreciara su obra fuera de su ciudad natal como hubieran merecido. Realmente no fue sino hasta que Extremoduro hizo en “Agila” una versión del clásico del grupo, escrito por Roberto, ‘Me estoy quitando’ (en referencia a unas palabras de Camarón, buen amigo de la trinidad fundacional de Tabletom, con respecto a su adicción a la heroína: “me estoy quitando, me estoy quitando, sólo me meto de vez en cuando”), que el público del rock fuera de Málaga y Andalucía comenzó a tener noticias de aquel grupo liderado por un cantante tan caótico como genial, un grupo compuesto por músicos excelentes pero incapaz para crear una carrera medianamente sometida a las exigencias comerciales de la industria discográfica.
Aunque algunos medios lo asociaban al Nuevo Flamenco, quizás por su amistad y cogeneración con los Veneno, Raimundo, Camarón o Silvio, su estilo musical estuvo más cercano al rock progresivo de tintes jazzísticos propios de Soft Machine o Van der Graaf Generator. Eso sí, el espíritu de sus aires sureños no había quien se lo quitara. Rockberto era un rockero flamenco al que le costaba un mundo entonar tanto una bulería como un cumpleaños feliz. Su producción fue, como su vida, dispar, plagada de silencios temporales y llena de grandes iluminaciones, fogonazos de genialidad en canciones a veces escritas por él, a veces adaptadas de las letras del poeta malagueño Juan Miguel González, un escritor fabuloso, tímido y tardomodernista, dotado de tal precisión métrica, acracia espiritual y melancolía por el paso del tiempo, que casi se convirtió en la voz literaria de Roberto. Discos como “Mezclalina”, “Recuerdos del futuro”, “Inoxidable”, “Tabletom”, “La parte chunga”, “Rayya”, “Vivitos y coleando”, “7000 kilos”, “Lo más peor de Tabletom” o el último editado, en 2008, “Sigamos en las nubes”, varios de ellos publicados por Nuevos Medios, han contribuido a dejar constancia de su obra. Desde los primeros años noventa, Tabletom fue logrando un estatus de respetables y veteranos rockeros que no fue a más por la perenne dificultad de trabajar con Roberto con algo más que dos horas por delante.
Pero, aunque tienen trabajos grabados muy buenos, ningún disco fue capaz de recoger del todo la magia de Tabletom, que no era sino la magia de Roberto rodeado de unos músicos excepcionales, varios profesores de conservatorio, y del espíritu constante de su amigo Perico Ramírez, guitarra, compositor principal y cofundador del grupo, con quien siempre estaba discutiendo, como un hermano mayor cuando intenta que su díscolo hermanito no se acabe antes de tiempo. Como Curro Romero, Roberto fue tan capaz de grandes espantás que duraban semanas trufadas de actuaciones penosas, como de momentos sublimes y llenos de inspiración. Pero todo, su tormento y su éxtasis, se lo hizo siempre encima, sin ocultar nada. Roberto se convirtió en un icono de su ciudad, en un personaje entrañable que lo mismo te pedía diez euros que te regalaba alguna de sus certeras reflexiones sobre la existencia llenas de humor y sabiduría. Era una gloria sin pedestal ni corona, porque si los tuviera, los habría empeñado. Un personaje al que muchos confundían con un cartonero o un “homeless”, pero que era más digno que todos los reyes juntos, el escudo y el símbolo de la resistencia a una vida que pretende que vayas renunciando a tu espíritu libre.
Nadie le hizo nunca un homenaje oficial a Roberto, posiblemente porque no había político que se atreviera a que Roberto le recordara su desnudez de rey vanidoso en cualquier momento. Pero sus fans y seguidores, que crecían y crecían entre generaciones que compartían su espíritu libertario, su ingenio socarrón y su militancia cannábica, le han homenajeado siempre con conciertos, páginas web, artículos, camisetas, caricaturas, y le han seguido allá donde fuese.
Fue genio y figura hasta el final. Ingresado alrededor del día 22 de mayo pasado en el Hospital Civil de Málaga, porque ya no le quedaban pulmones, la circulación le corría como un desastre y su cuerpecillo de Diógenes estaba tan achicharrado que no sabía cómo pedirle una tregua a su inquilino, González vio cómo su espíritu y sus canciones servían de inspiración a los recientes movimientos ciudadanos que reclamaban una democracia real. Durante su estancia en la UVI del hospital llegó a mejorar levemente. En una de ésas, declaró con su enorme socarronería a un amigo que fue a visitarlo y le contaba sobre los movimientos ciudadanos contra los privilegios de una clase política a la que ya ni siquiera se tomaba de la molestia de despreciar: “cuando sarga de aquí”, dijo mirando los tubos que le mantenían con vida, “voy a escribir una canción sobre mí: el hombre enchufado”.
No. No la llegó a escribir. Esta tarde varias generaciones de abuelos, padres e hijos semejantes en su peculiar manera de entender la libertad, la transgeneración malaguita tabletonera, le tributaron un adiós en el cementerio de Parcemasa. Un documental de próximo estreno sobre el grupo, realizado por el músico y amigo Salvador Marina, será el último testimonio filmado de este titán del vive y deja y vivir, que gastó su salud sin miramientos porque para eso era suya.
Es el momento de que suenen canciones como ‘Somos tipos duros’, ‘El vampiro’, ‘Guadalmedina’, ‘Algo así como un tango’, ‘Reggae del amor’, ‘La parte chunga’, ‘Málaga’ o ‘Pescaíto Frito’. Roberto González, antiguo contable de un banco, lector inteligente cuando no estaba en el más acá, filósofo de barra y calle, cantante con una cuerda vocal más ronca que Tom Waits en subida de bourbon, humorista espontáneo, más rockero que Van Morrison y más flamenco que La Paquera, libertario, drogota, confundador de Tabletom, mito y símbolo a su pesar, ha muerto en Málaga a los sesenta años porque ya no le quedaba más vida que gastar en los bolsillos. Dicen hoy muchos que ahora empieza su leyenda. No es exacto: Roberto ya nació legendario. Y se bebió de un trago todo el título.
[Héctor Márquez, efeeme.com; Héctor Márquez es periodista, escritor y gestor cultural. Creador y director del ciclo La Música Contada.]
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