Foto: Sonia Tercero |
Como si fuera ayer, como si nunca se hubiesen ido, como si nunca hubiesen dejado de rugir tormentas imaginarias, 091 volvió anoche a los escenarios en el festival Actual dos décadas después de abandonarlos. La expectación superaba todas las previsiones, las de la banda, que todavía se pregunta cómo ahora parece que, tras agotarse las entradas con tanta antelación para algunos de sus conciertos, hay más ganas por verles que hace 20 años, y las del público, formado por gente venida de todas partes de la geografía española, especialmente de Granada, ciudad originaria del grupo. Como si nunca hubiese habido un adiós, o tal vez porque lo hubo y ahora son tiempos de resurrección, 091 hizo vibrar con su añorada energía contundente el Palacio de Deportes de La Rioja.
El público esperaba impaciente el anunciado regreso, previsto para el 3 de enero de 2016 que, por la exigencia del músico John Newman de tocar antes que el grupo granadino, tal vez por miedo a ser eclipsado, se terminó produciendo a las 00.40 del 4 de enero. No importó. En cuanto sonaron las primeras notas de 'Palo Cortao' se obró el milagro. La vuelta de 091, la banda cuyos discos están descatalogados desde hace lustros y cuyo cancionero en castellano en los ochenta insufló de romanticismo callejero y esencia rockera, al más puro estilo Burning, a la música española, se hizo realidad. En la subida de telón, a modo de instrumental y presidida por un gran panel con los números 091, ya se mostraban algunas de sus señas de identidad: las guitarras eléctricas tensadas divinamente y la armónica cortante de José Antonio García, Pitos, que no ha perdido ni un ápice de su carisma sobre el escenario, contorneándose con su look rockabilly.
Como la lluvia que acompañó a la noche, empezaron a caer los clásicos, pequeños himnos de madrugadas imposibles y borrachas de inocencia. Tras 'Palo Cortao' siguió 'Nuestro tiempo', algo comedida, pero a partir de ahí la pegada fue de KO. 'Zapatos de piel de caimán', 'Debajo de las piedras', 'Tormentas imaginarias', 'Mi sombra y yo', 'El lado oscuro de las cosas', 'Sigue estando Dios de nuestro lado', 'Qué fue del siglo XX' o 'Espantapajaros' recordaban por qué este grupo todavía conserva el halo de culto. Su forma de encarar las canciones es directa, sin pirotecnia vacua ni medias tintas, con una raíz que llega hasta la esencia misma de los acordes del rock’n’roll de primera escuela.
En mitad de la ola de la movida madrileña, con el pop descarado y juguetón promovido principalmente en la capital, 091 aportaron una particular mística redentora con sus letras de desencanto existencial y, casi más importante, dieron un valor casi olvidado (a excepción de la escena de Malasaña) a las guitarras eléctricas, que anoche volvió a tener al frente a los hermanos Lapido, con José Ignacio fuera de sus labores de cantante durante todo este tiempo en solitario. Fue una gozada recrearse de nuevo en las rugientes composiciones de los cero con ese vínculo directo al punk de The Clash –Joe Strummer llegó a producirles el disco 'Más de cien lobos'-, pero también a la embriagadora chulería del pub-rock británico de Graham Parker o Elvis Costello.
Algo de ese espíritu poseen los chicos de La Maravillosa Orquesta del Alcohol (La M.O.D.A.). Con su folk rock vigoroso, los burgaleses han pasado de ser unas promesas en el panorama nacional a una banda consolidada, con un aire de veteranía impropio de unos veinteañeros. Dispuestos como un batallón en primera línea de batalla, cinco al frente, dos (batería y teclados) detrás, los siete miembros de La M.O.D.A. suenan compactos y contundentes con canciones de un desgarrador sabor vitalista. Hay algo poderosamente visceral en su planteamiento, un rock fibroso, lleno de pulsaciones, sin plásticos, que cuando suma como una orquesta callejera todos sus elementos, desde el acordeón al saxofón, pasando por las guitarras, el banjo y la pandereta, convence por su euforia juvenil y su épica cotidiana. Impulsadas por la voz ronca y rabiosa de su cantante, David Ruiz, 'Nubes negras', 'Miles Davis', 'Disolutos', 'Hay un fuego' o 'Los hijos de Johnny Cash' desprenden un aura de plegarias vagabundas, como esas composiciones de The Pogues cargadas de romanticismo maldito.
Entre medio, el británico John Newman se llevó al público más joven, con una legión de fans, gracias a su pop luminoso y grandilocuente. El pabellón se vino abajo con 'Love Me Again', que cerró una actuación aplaudida y sin descanso.
[Fuente: Fernando Navarro, El País -Enlace original-]
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